dilluns, 27 de gener del 2014

UN GEST ESPORTIU DIGNE D'ADMIRACIÓ

Ara aquest blog m'ofereix l'oportunitat de compartir amb vosaltres un esdeveniment esportiu que va succeir ja fa algun temps però que va tenir una gran repercussió per la transcendència d'un gest esportiu.
De forma freqüent, com a espectadors, percebem l'escenari de l'esport d'alta competició com si fos una jungla on els depredadors més voraços acaben imposant la seva llei, ja sigui la del més fort o la del més astut o, fins i tot, la del tafurer més expert, moguts sempre per l'insaciable desig de cobrir-se de glòria.
Aquesta vegada, però, al cros de Burlada (Navarra) del brut llot es va desempallegar un gest transparent que, per no gens comú, va despertar l'admiració de tothom. Iván Fernández, atleta alabés, va renunciar a la victòria -"hauria estat injust guanyar d'aquesta manera"- en favor del seu rival, el kenyà Abel Mutai. 
El fondista africà arribava en solitari a la meta però per un malentès es va aturar abans, convençut que ja havia traspassat la línia d'arribada. Iván Fernández, que s'havia despenjat un grapat de metres enrere, es va adonar de la desorientació del segur guanyador i en un extraordinari gest desbordant de grandesa va alentir el seu pas de cursa per a guiar el seu rival fins la meta per a què es proclamés just guanyador -"ell era el just guanyador. Em treia una distància que ja no podia superar si no s'hagués equivocat"-.
Victòria justa per al guanyador amb merescuts hurres de reconeixement a qui per la seva actitud va fer possible un desenllaç feliç al joc net. La nostra admiració més entusiasta a Iván Fernández.
En aquest vídeo podeu veure la talla com a esportista i persona d'Iván Fernández.

dimecres, 15 de gener del 2014

GOL

Debía faltar poco más de un minuto para que el árbitro señalara el final de la prórroga, y el 0-0 en el marcador seguía negándole al equipo del viejo Panocha los puntos que necesitaba para ascender automáticamente a primera división. Fue entonces cuando la pelota, despejada de un patadón por alguno de sus compañeros, y como llovida del cielo -nunca mejor dicho, porque estaba diluviando-, vino a caer en el fango que ocultaba las líneas del campo, justo en las cercanías de la que lo partía por la mitad, un territorio en el que Panocha vivaqueaba desde hacía un par de temporadas con el permiso del entrenador: cada vez que obligado por las lesiones o las tarjetas lo levantaba del banquillo, junto a la orden de quitarse el chándal el míster le concedía tácitamente la autorización para quedarse allá arriba: "Salga Panocha. No le pido que corra, sólo le ruego que no se me siente", eso le decía aquel cantamañanas convencido de que no existía ninguna diferencia entre la pizarra y el césped y de que los goles los metía él desde la banda con sus mocasines italianos. Pero Panocha no podía negar -al contrario, lo asumía- que si bajaba a defender su puerta luego no tenia resuello para subir a atacar la contraria, y él era -o había sido- eso que se llama un goleador nato.

Todo lo que tengo que hacer -pensó Panocha ya con el balón en los pies- es levantarlo del barro, llevarlo hasta la puerta contraria, esperar la salida del portero, dejarlo tirado con un regate, y cuando el graderío empiece a cantar el gol echar la pelota fuera.

Miró hacia atrás para calcular sus posibilidades de éxito: aunque los tacos se le quedaban clavados en el lodo, los jugadores rivales -todavía ante la portería del equipo de Panocha, a la que habían acudido a rematar un saque de esquina- no se iban a quedar mirando cómo él avanzaba hacia la de ellos, custodiada únicamente por el portero, y seguro que de alcanzarlo, lo zancadillearían sin ningún miramiento. ¿A quién le iba a importar una tarjeta más o menos en el último partido de la temporada y con la prórroga dando las últimas boqueadas? Luego estaban sus propios compañeros, para quienes Panocha era un imprescindible suplente sin ninguna autoridad: seguro que habría mas de un titular dispuesto a echar el bofe por la boca para llegar a su altura y exigirle que le cediera el honor y gloria -con el consiguiente aumento de ficha- de marcar aquel gol de oro.

Mal nacidos. Pero a mí no me estropean el pasodoble, por la gloria de mi madre, pobrecita, lo que pudo llorar aquella santa cada vez que yo volvía a casa con los zapatos rotos y las canillas llenas de cardenales.

Y allí venían, dos, tres, cuatro y hasta seis de aquellos malnacidos, inidentificables bajo la capa de barro que ocultaba sus rostros, sus números y hasta el color de sus camisetas, decididos a estropearle el pasodoble. Pero Panocha llevaba en el campo cinco minutos escasos, el entrenador lo había sacado con vistas a las tandas de penaltis -a balón parado prefería la serenidad del veterano a los nervios de los canteranos- y mientras que él conservaba impolutos el pantalón y la camiseta e intactas sus reservas físicas -que no eran muchas, cierto, pero que debían bastarle para llevar a cabo su proeza-, a los demás les pesaba en las piernas el cansancio acumulado a lo largo de las dos horas de partido, un encuentro que había salido bronco, pródigo en choques físicos, sin otras vías de solución que el patadón y tente tieso.

Venga, Panochita, pica el pelotón, y vamos a ajustarle las cuentas al futbol y a la vida.

Y lo picó, con la puntera de la bota izquierda, que era la buena, saboreando ya su venganza. Qué estupidez degustarla fría, mejor paladearla ardiendo; se iban a enterar de quién era Panocha directivos, entrenadores, jugadores, periodistas, hinchas, aficionados y miserables en general que lo habían utilizado, cada uno para sus propios fines, durante la tira de años que llevaba en el club, primero como promesa sin otra compensación que el placer de jugar, luego como figura esclavizada y mal pagada, al final como artrósico ejemplar de una especie a extinguir, estafado por los presidentes, humillado por los místeres, ninguneado por los compañeros, despreciado por los críticos, ridiculizado por el público, abandonado por su propia mujer.

El punterazo había desplazado el balón una veintena de metros, y ahora le esperaba fondeado en un enorme charco. Parecía recién salido de una lavandería, y sin embargo, al darle la segunda patada, Panocha -que ya acezaba como un buldog subiendo unas escaleras- lo sintió mas pesado que en la primera, tuvo la impresión de que pesaba lo que una sandía de tres o cuatro kilos.

Como si pesa una arroba. La directiva, los accionistas, la marca patrocinadora, el nuevo entrenador se van a quedar con las ganas de echarme, que es lo primero que harían de subir a primera, darme la libertad, como dicen ellos. A buenas horas, mangas verdes, la libertad me la debieron dar diez años atrás, cuando marcaba quince goles por temporada y el Madrid se intereso por mí.

Esta vez el esférico -el esférico, eso también lo decían ellos- había recorrido una docena de metros y Panocha lo alcanzó cuando empezó a oír, todavía lejanos, los gritos del nueve, aquel turco en quien ahora la afición tenía puestas todas sus esperanzas y complacencias, y al que reconoció por el acento:

-¡Pasa pelota, pasa pelota!

Estaba apañado: a menos de veinte metros de la puerta enemiga y con el indefenso portero como único obstáculo, Panocha no le habría cedido el balón ni por un carro de azafrán -que según su abuela era lo que más valía en el mundo- ni al iluso turco ni al mismísimo Maradona en la plenitud de sus facultades. Y superando el terrible ahoguío que amenazaba con asfixiarlo, le dio la tercera patada a la puñetera sandía -su peso debía andar ahora por los diez o doce kilos, y su corazón por los doscientos o trescientos latidos- y reemprendió la carrera convencido de que iba a reventar de un momento a otro.

Tengo que llegar. Porque cuando llegue a la línea de meta y eche fuera el balón, la moral del equipo se va a quedar por los suelos, los que lancen los penaltis los fallaran todos, y los tíos de la directiva, que cuando ganamos presumen de cargo fumando Montecristos en la televisión, esta noche tendrán que quedarse en sus casas llorando lágrimas de sangre. Que se aguanten: eso les pasa por no haberme traspasado al Madrid.

De la cal que marcaba los límites del área enemiga no quedaban rastros, pero Panocha, tras calcular que el balón se había clavado en el barrizal a la altura del ángulo derecho, con una mirada hacia atrás se cercioró de que sus perseguidores no tenían ninguna posibilidad de impedirle llevar a cabo lo que se proponía, y con las manos apoyadas en los muslos y el cuerpo echado hacia adelante dedicó unos segundos a regularizar el resuello; podría haber mandado ya la pelota a la grada de un voleón, pero aquello hubiera sido una chapuza. No, lo bueno era burlar al portero, y ya solo ante los tres palos, cortar en agraz el "¡Goooool!" de la hinchada tirando la bolita fuera en lugar de meterla dentro.

Bobos. Antes no me dejaban pagar en los bares, y ahora desvían la mirada para no hablarme. 

El sombrero le salió perfecto y el portero, en su afán de revolverse, patinó y al perder pie quedó con la cara incrustada en el fango. Panocha, con todo el sosiego que le permitía su disnea, avanzo hacia la portería contraria acompañado por los rugidos del público, y cuando estuvo a tres metros de la línea de meta se volvió hacia el palco presidencial en particular y hacia la afición en general, extendió el brazo derecho, con la mano izquierda se dio un seco golpe en el bíceps, y empinó el antebrazo contra el cielo; después, con mucha calma, elevó la pelota a la altura de su cadera, y con un displicente golpe de tacón la echó fuera justo en el instante en que se le venía encima el montón de gente que había atravesado el campo persiguiéndole:

-¡Gooooool!

El grito del público pilló al viejo y feliz Panocha de espaldas a la puerta. Cuando se volvió, perplejo, y vio el desobediente esférico entre la mallas, ni siquiera pudo descargar su rabia en una blasfemia, porque sus compañeros le cayeron encima para abrazarlo y besuquearlo.

Qué malo eres, Panochita, se dijo, rompiendo a llorar. Pero mientras caía al suelo, aplastado por aquella masa de carne sudada y gozosa, en la gradas se alzó un himno:

-¡Panocha, Panocha, Panocha es cojonudo, como Panocha, no hay ninguno!

Rafael Azcona, Cuentos de futbol 2 (text adaptat)