dissabte, 12 de juliol del 2014

NO MIREN PARA ARRIBA, EL PARTIDO SE JUEGA ABAJO

Estava preparant una nova entrada per conèixer com es van viure els fets del Maracanazo des de la seva tripa comptant amb un narrador excepcional, que aquell dia es va convertir, per diverses raons, en un dels seus principals protagonistes, quan una altra vegada la fatalitat es planta davant el conjunt brasiler per fer reviure, a tot el país i un altre cop en el seu mundial, els fantasmes del Maracanazo, amb l'agravant que ara ha estat de forma més punyent.

A qui no vol cols, dos plats. Alemanya va esquarterar a mossegades al Brasil convertint la tragèdia de Maracanà en un acudit. Un misto comparat amb la traca del 7-1 d'enguany. El 2014, igual que el 1950, Brasil torna a carregar a la seva esquena una pesada motxilla amb una derrota traumàtica, que deixa la seva afició ofegada en llàgrimes.

Però com he dit abans, la finalitat d'aquesta entrada no és comentar la desfeta verdeamarelha sinó fer conèixer la capacitat com a jugador i, per sobre de tot, com a persona, d'Obdulio Varela, capità de l'equip d'Uruguai en la final de 1950.

Quan vaig llegir per primera vegada el relat que fa de la seva experiència viscuda durant aquell dia em va despertar un fort sentiment d'admiració. En primer lloc, en el seu rol de capità, arengant els joves jugadors del seu equip davant el difícil compromís al qual havien de fer front en condicions totalment adverses. Tant de bo! hagués tingut jo algú com el "Negro Jefe" de capità en el meu equip. Però el que més em va deixar parat va ser la seva immensa lliçó d'humanitat que ens regala quan fa seus els sentiments dels aficionats rivals després de la derrota. Un dels principals artífexs de la victòria uruguaiana, en un gest cristal·lí i generós, acaba llepant les ferides dels seguidors brasilers.

Mai no he vist res de semblant.



OBDULIO VARELA, EL REPOSO DEL CENTROJÁS (mig centre)

Mire usted lo que son las cosas. Nosotros habíamos empatado con España dos a dos con un gol que yo hice sobre la hora, esos goles que salen de suerte; el segundo partido le habíamos ganado a Suecia tres a dos, ahí no más. Los brasileños venían matando. Le habían marcado seis goles a los suecos y otra media docena a los españoles. Cuando fuimos a la final nadie dudaba de que ellos nos aplastarían. Tenían un cuadro bárbaro, eran locales y el mundo entero esperaba que ganaran el Mundial. Nosotros jugábamos, puede decirse, contra todo el mundo.

Eso, creo, debía darnos tranquilidad. Nuestra responsabilidad era menor. Recuerdo que un dirigente uruguayo lo llamó a Óscar Omar Míguez, el centroforward (davanter centre) del equipo, poco antes de salir a la cancha, y le dijo que estuviéramos tranquilos, que los dirigentes se conformaban si perdíamos nada más que por cuatro goles. Dijo que con llegar a la final ya debíamos estar satisfechos y que se trataba ahora de evitar el papelón, de no tragarse una goleada muy grande.

Yo lo escuché y eso me indignó. Le dije: "Si entramos vencidos mejor no juguemos. Estoy seguro de que vamos a ganar este partido. Y si no lo ganamos, tampoco vamos a perder por cuatro goles."

Yo tenía 33 años y muchos internacionales encima. Estaban listos si creían que nos iban a pasar por arriba nomás. Los otros muchachos del equipo eran jóvenes, sin mucha experiencia, pero jugaban bien al futbol. Además, poco antes habíamos jugado contra los brasileños la copa Río Branco y les habíamos ganado 4 a 3 el primer partido; después perdimos dos veces por uno a cero, pero nos habíamos dado cuenta de que se les podía ganar. Ellos tienen mucho miedo de jugar contra los uruguayos o contra los argentinos.

Antes de salir a la cancha, el director técnico Juan López me dijo, como siempre, que yo debía dirigir, ordenar el equipo dentro de la cancha. Entonces, cuando íbamos para el túnel, les dije a los muchachos: "Salgan tranquilos. No miren para arriba. Nunca miren a la tribuna; el partido se juega abajo."

Era un infierno. Cuando salimos a la cancha eran más de cien mil personas silbando. Entonces nos fuimos hacia el mástil donde se iban a izar las banderas. Cuando salió Brasil lo ovacionaron, claro, pero después mientras tocaban los himnos, la gente aplaudía. Entonces les dije a los muchachos: "Vieron cómo nos aplauden. En el fondo esta gente nos quiere mucho."

Al juez no le di la mano. Nunca le di la mano a ningún árbitro. Lo saludaba, sí, lo trataba con respeto, pero la mano nunca. No hay que hacerse el simpático. Después la gente dice que uno va a chupar las medias del que manda en el partido.

En el primer tiempo dominamos en buena parte nosotros, pero después nos quedamos. Faltaba experiencia en muchos de los muchachos. Nos perdimos tres goles hechos, de esos que no puede errarlos nadie. Ellos también tuvieron algunas oportunidades, pero yo me di cuenta que la cosa no era tan brava. El asunto era no dejarlos tomar el ritmo demoledor que tenían. Si fracasábamos en eso, íbamos a tener delante una máquina y entonces sí que estábamos listos. El primer tiempo terminó cero a cero.

En el segundo tiempo salieron con todo. Ya era el equipo que goleaba sin perdón. Yo pensé que si no los parábamos, nos iban a llenar de goles. Empecé a marcar de cerca, a apretarlos, para tratar de jugar de contragolpe. Creo que fue a los seis minutos que nos metieron el gol. Parecía el principio del fin.

Le voy a contar algo que la gente no sabe. Todos vieron que yo agarraba la pelota y me iba para el medio de la cancha despacio, para enfriar. Lo que no saben es que yo iba a pedir un off-side (fora de joc), porque el linesman (linier) había levantado la bandera y después la había bajado antes de que ellos hicieran el gol. Yo sabía que el referí (àrbitre) no iba a atender el reclamo, pero era una oportunidad para parar el partido y había que aprovecharla. Me fui despacito y por primera vez miré para arriba, al enjambre de gente que festejaba el gol. Los miré con bronca, lleno de bronca y los provoqué. Tardé mucho en llegar al medio de la cancha. Cuando llegué, ya se habían callado. Querían ver funcionar a su máquina de hacer goles y yo no la dejaba arrancar de nuevo. Entonces, en vez de poner la pelota en el medio para moverla, lo llamé al referí y pedí un traductor. Mientras vino, le dije que había off-side y qué sé yo, había pasado por lo menos otro minuto. ¡Las cosas que me decían los brasileños! Estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador me vino a escupir, pero yo, nada. Serio no más.

Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, no veían ni su arco de furiosos que estaban; entonces todos nos dimos cuenta de que podíamos ganar el partido.

¿Cómo conseguimos eso? Es que el jugador tiene que ser como el artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo y al público, porque si no, el toro se le viene encima. Uno sabe que en una cancha extraña no lo van a aplaudir, por más que haga buenas jugadas. Entonces tiene que imponerse de otra manera, dominar al adversario, al público y a sus mismos compañeros. Claro, yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en canchas sin tejido (camp clos), sin alambrado, a merced del público, y siempre había salido sanito. ¡Cómo me iba a achicar ese día en el Maracaná, que tenía todas las seguridades! Ahí yo tenía que dominar, porque tenía todas las facilidades y sabía que nadie podía tocarme.

Cuando hicimos el segundo gol, que lo hizo Gigghia (el primero lo convirtió Schiaffino), no lo podíamos creer. ¡Campeones del mundo, nosotros que veníamos jugando tan mal! Al terminar el partido, estábamos como locos. En Brasil había duelo. Los cajones de cañitas voladoras (focs artificials) flotaban en el mar. Era una desolación.

Esa noche fui con mi masajista a recorrer unos boliches (bars) para tomar unos chopps (canyes de cervesa) y caímos en lo de un amigo. No teníamos un solo cruzeiro y pedimos fiado. Nos fuimos a un rincón a tomar las copas y desde allí mirábamos a la gente. Estaban llorando todos. Parecía mentira; todo el mundo tenía lágrimas en los ojos. De pronto veo entrar a un grandote que parecía desconsolado. Lloraba como un chico y decía: "Obdulio nos ganó el partido" y lloraba más. Yo lo miraba y me daba lástima. Ellos habían preparado el carnaval más grande del mundo para esa noche y se lo habíamos arruinado. Según ese tipo, yo se lo había arruinado. Me sentía mal. Me di cuenta de que estaba tan amargado como él. Hubiera sido lindo ver ese carnaval, ver cómo la gente disfrutaba con una cosa tan simple. Nosotros habíamos arruinado todo y no habíamos ganado nada. Teníamos un título, pero ¿qué era eso ante tanta tristeza? Pensé en Uruguay. Allí la gente estaría feliz. Pero yo estaba ahí, en Río de Janeiro, en medio de tantas personas infelices. Me acordé de mi saña cuando nos hicieron el gol, de mi bronca, que ahora no era mía pero también me dolía.

El dueño del bar se acercó a nosotros con el grandote que lloraba. Le dijo: "¿Sabe quién es ése? Es Obdulio." Yo pensé que el tipo me iba a matar. Pero me miró, me dio un abrazo y siguió llorando. Al rato me dijo: "Obdulio ¿se vendría a tomar unas copas con nosotros? Queremos olvidar, ¿sabe? ¡Cómo iba a decirle que no! Estuvimos toda la noche chupando en los boliches. Yo pensé: "Si tengo que morir esta noche, que sea." Pero acá estoy.

Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un gol en contra, sí señor. No, no se asombre. Lo único que conseguimos al ganar ese título fue darle lustre los dirigentes de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Ellos se hicieron entregar medallas de oro y a los jugadores les dieron unas de plata. ¿Usted cree que alguna vez se acordaron de festejar los títulos de 1924, 1928, 1930 y 1950? Nunca. Los jugadores que intervinimos en aquellos campeonatos nos reunimos ahora por nuestra cuenta. No queremos ni acordarnos de los dirigentes.

Osvaldo Soriano, Fútbol. Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos (text adaptat)


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